Entrevista a Álex Chico, poeta y novelista: «Buena parte de los temas que desarrollamos como escritores están pactados en nuestra adolescencia»

Álex Chico

Por Santiago Úbeda

Hay escritores que no se conforman con escribir una historia al uso, de esas de planteamiento, nudo y desenlace, de esas que empiezan como tienen que empezar y terminan como tienen que terminar, que no se conforman con reunir un puñado dispar de poemas y ponerlos entre dos tapas. Es en ese tipo de autores inclasificables donde debemos situar a Álex Chico (Plasencia, 1980).

Además de cuatro libros de poemas y un par de ensayos, este autor extremeño afincado en Barcelona desde hace veinte años, es autor de tres novelas en las que se entrecruzan la realidad y la ficción, la narración y el ensayo, la crítica y la reflexión literaria. La última, Los nombres impares (Editorial Candaya), tiene como punto de partida la vida y la obra de Darío Galicia, poeta maldito del México de los años 70 que perteneció al grupo de los infrarrealistas, al que también pertenecieron autores como Roberto Bolaño, Mario Santiago Papasquiaro o José Vicente Anaya.

Ya en el primer poema de tu libro Habitación en W comenzabas a dar forma a ese tema tan tuyo, que aparece también en tu narrativa, y que es esa encrucijada entre la vida, la escritura y la ficción. Recordemos algunos de esos versos: “Pregunto por la distancia / entre el libro y la vida / y accedo a la ventana para ver el mundo”. 

Me encanta que hayas visto esa especie de continuidad entre la parte poética y la parte novelística de mi obra. Yo soy muy creyente de eso, de la obra de uno como un todo, como un universo, que unas veces adopta la forma de poesía y otras de novela o de ensayo. Y, claro, dentro de ese universo, uno tiene sus obsesiones; y una de ellas es ese cruce que comentas entre el libro y la vida, entre la realidad y la ficción, y el hecho también de poder observar todo eso que sucede. 

Hay muchos pasajes de Los nombres impares que tienen que ver con esos versos que acabamos de leer. Por ejemplo: “Porque ese era el destino que había imaginado para Darío Galicia. Había desarrollado por mi cuenta una vida sin consultar a nadie. Ahora sé que avancé demasiado y que di por ciertas todas las conjeturas que me planteaba”; o “Lo que buscaba no era a una persona de carne y hueso, sino a un personaje que se adaptara a una novela”. 

Es muy curioso que haya ciertas tensiones que anidan en ti sin que tú lo sepas, y que aparezcan en poemas de hace casi diez años, y que a uno le obsesionen tanto que sea capaz de desarrollarlas diez años más tarde en una novela. Por esa razón, en esos tres versos de Habitación en W se condensa buena parte del espíritu de Los nombres impares. Me refiero a esa necesidad de ficcionalizar que tenemos en nuestra propia vida. De hecho, considero que si no hubiera tenido una lectura poética y, sobre todo, una escritura poética detrás, las novelas que he escrito después, serían completamente distintas. 

¿En qué sentido?

Quizá no tanto en la forma o en el lenguaje, que también, como en la manera de enfocar lo que me rodea, lo que me interesa y me obsesiona. Puesto que todo eso se pactó previamente en mis libros de poesía, y luego en las novelas lo que he hecho es desarrollarlo, dilatarlo un poco más, darle otro aire. 

Otro de tus temas permanentes es la escritura misma, la literatura misma. Así dices, por ejemplo, también en Habitación en W: “Os decís: / La literatura ya está escrita. / Solo hace falta ponerla por escrito”; o en Los nombres impares: “Damián iba detrás de su escritura, acechándola.”

Una buena parte de las cosas que escribimos ya están interiorizadas en nuestra cabeza. A veces se adueña de nosotros una secuencia, una obsesión o una idea, pero no siempre las sacamos a la luz. Puede ser porque no las habíamos verbalizado o no éramos conscientes de ello, o necesitábamos algo que nos diera pie a ponerlo por escrito. Cada día estoy más convencido de que la creatividad, sea en las artes plásticas, en una partitura musical, en una novela o en un poema, sirve, entre otras cosas, para despertar recuerdos durmientes. A eso me refería un poco con esos dos versos. 

A partir de la obra poética de Darío Galicia, introduces también en tu última novela no pocos párrafos de crítica y teoría literaria. 

Que yo hable de literatura convierte mis libros en obras metaliterarias. Eso es cierto. Lo que también intento es que el lector perciba, en la medida de lo posible, que no se trata ni de un simple manual de filología ni de un alarde culturalista. Y con ello no digo que no escriba libros culturalistas, pero sí me gustaría que el lector percibiera al menos que en esa cultura previa se me va la vida. Lo que intento, digamos, es que el lector perciba que no es tanto lo que he leído como por qué lo he leído.

¿Cómo es tu proceso de escritura?

Depende de la forma de escritura. Muchas veces, uno tiene ideas o planteamientos e intuyes rápidamente aquello en lo que puedes transformarlo. Y piensas, bueno, esto es material para un artículo, o esto puede ser material para un poema. Si hablamos de la escritura de una novela, concedo mucha importancia al proceso de documentación. Y ahí es cuando veo cómo algunas historias se van entretejiendo, o cómo ciertas secuencias que aparentemente no tenían nada que ver se dan pie unas a otras. Por eso puedo estar mucho tiempo documentándome, tomando muchísimas notas, llenando cuadernos y cuadernos. Y luego, a lo mejor, lo que es el proceso de escritura es un periodo de tiempo mucho más breve. 

¿Cuánto tiempo aproximadamente?

Puedo estar dos años documentándome y después escribir esa novela en poco más de cuatro o cinco meses. Por otra parte, si no veo, en el proceso de documentación, que la historia se dispara, me voy quedando sin motivación para continuar. Tienen que ir despertándoseme, en ese proceso, los recuerdos durmientes de los que te hablaba, de manera que se vaya relacionando una historia que ocurrió hace cincuenta años, por ejemplo, con algo que haya sucedido hace cinco días. Si todo eso me sucede, si esa realidad de alguna forma se expande o se dispara, continúo. Si no, si no veo que se vaya tejiendo una tela de araña, pues a veces me desmotivo.

¿Hasta el punto de haber tenido que abandonar alguna novela en la que llevabas tiempo documentándote?

Sí. Cuando empecé a escribir, escribía poemas, sin ningún futuro, ni recorrido, ni nada. Pero desde el momento en que empecé a tomármelo más o menos en serio, intenté escribir sobre todo novela. Tendría entonces unos dieciocho o veinte años, y me sentía muy frustrado porque no pasaba de la página treinta. Recuerdo que tenía una carpeta en el escritorio que era de principios de novelas. Y tuve que borrarla porque si no, me iba a comer todo el almacenamiento del portátil. Después de un tiempo decidí ir un poco más sobre seguro. No ir con una historia que yo intuía que podía funcionar, sino partir de una buena documentación, para poder ir tirando mejor del hilo. 

Ese maleficio de las novelas inacabadas lo rompes con Un final para Benjamin Walter, tu primera novela.

La verdad es que casi me vuelve a pasar con esa novela, porque cuando iba por la página sesenta o setenta, me planteé hasta qué punto aquello merecía la pena ser continuado. Y ahí sí me forcé, porque quería terminarla como fuera. Y que después, los editores o los lectores decidieran si había merecido la pena ese esfuerzo o no. De no haber continuado, hubiera quedado como otro intento fallido que me habría hecho recordar esas primeras carpetas de cuando tenía veinte años.

Álex Chico

¿Cómo aparece el personaje de Darío Galicia en tu vida, de qué manera y por qué te empieza a seducir tanto como para dedicarle las casi trescientas páginas de tu última novela?

El germen está en la lectura de una antología poética de uno de los autores infrarrealistas de los años setenta, Bruno Montané, un buen amigo mío, que es chileno y vivió en el México de los años setenta, donde coincidió con todos los infras, con Bolaño y compañía, y que desde hace tiempo vive aquí, en Barcelona. Leí una antología de su poesía, que se llama El futuro, y a partir de ahí nació la idea de investigar a aquella generación, hasta que llegué a Darío Galicia, que fue el que más me sedujo de todos. 

¿Por qué?

Toda la historia que había detrás de él y todos los círculos de intriga que le envolvían me parecieron muy sugerentes. Darío no había formado parte en un sentido estricto de aquel movimiento, pero, aunque ausente por momentos, sí había tenido una presencia muy importante. Me suelo comprometer con historias o con personajes que, de alguna manera, puedan hablar de mí, puedan hablar de mi presente a partir del pasado, de su pasado. Y no en todas las historias ni en todos los personajes encuentro esa conexión. Pero con Darío Galicia fue una conexión total, como me ocurrió con mi abuelo o con Walter Benjamin. Con Darío lo único que tuve que hacer fue ir tirando del hilo e ir viendo hasta dónde me iba llevando. 

¿Y qué fue lo que más te sedujo de Darío Galicia, un poeta de obra breve que termina muy enfermo y viviendo en la indigencia?  

La advertencia de que si yo no hacía algo al respecto, podía acabar como él. En él encontré una especie de aviso, o de preaviso, acerca de cómo puedes convertirte en algo en lo que a lo mejor no estás dispuesto. Y también la idea del precio que uno debe pagar por escribir lo que quieres. O dicho de otra manera, ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar para conseguir aquello que nos hemos propuesto? Es decir, ¿estamos dispuestos a pagar el alto precio de la creación artística para conseguir lo que buscamos, o no estamos dispuestos? Ese límite, esa idea del límite, me sedujo muchísimo. 

¿No hay también, por tu parte, un gusto por los personajes malditos, por los perdedores?  

Sí, sin duda. Con Darío Galicia y con Damián Gallego lo que buscaba sobre todo era una especie de metonimia, es decir, que a través de ellos se materializara o se evidenciara que Los nombres impares es un canto de amor a un determinado tipo de escritores que no forman parte del canon, ni del mainstream, ni de las listas de autores más sonados, un tipo de escritores cuya obra tal vez no hizo cambiar la historia de la literatura, pero sí que consiguió algo para mí más importante, que es ayudar a que la literatura continuara existiendo, respirando. Damián Gallego es Avelino Hernández, es Jesús Díaz Fernández, es Néstor Sánchez, es ese tipo de escritores que también tienen mucho que ver con Los cuerpos partidos, con mi abuelo, porque ni su nombre ni el de otros muchos emigrantes aparecerán nunca en ninguna placa conmemorativa, pero sin su trabajo, sin su esfuerzo, una ciudad como Barcelona o muchas ciudades del Norte de Europa no serían hoy lo que son.

Otra de las características que destaca de los tres personajes esenciales de tus tres novelas es que no son estrictamente de ficción.

Sí, y es así sobre todo por una razón, porque en el fondo, esas personas tan potentes como puedan ser Walter Benjamin, mi abuelo paterno o Darío Galicia son las que activan la necesidad de narrar esa historia. Aunque obviamente no la sustenten solamente ellos, sino que trato de encontrar algo más, algo que incorpore a otra persona o al lugar en el que vivió esa persona, pero también algo que me incorpore a mí. Valoro mucho que el lector no solo se acerque al personaje del que le hablo, sino que también intuya los motivos que me han llevado a mí a narrar su historia. Me interesa mucho que se muestre al lector esa especie de taller literario. No se trata solo de hablar de mi abuelo, de hablar de un emigrante, o de hablar de Walter Benjamin, de un exiliado, no, es también mi propia necesidad de hablar de un exiliado, de una persona a la que no conocí, o hablar de un pueblo que está en decadencia. Porque en el fondo yo me siento así, fronterizo, apátrida, desubicado. 

Eso es algo que también se aprecia en Los nombres impares.

Sí, en Darío Galicia también está la obsesión del tránsito, de la huida, del movimiento. Se trata de alguien que busca un estatismo y sin embargo está condenado a la movilidad. Un poco como yo… porque uno escribe sobre lo que ha padecido, y yo tengo la sensación de que buena parte de mi vida he querido tener una estabilidad, pero estoy condenado a la movilidad, al tránsito. Son obsesiones que vienen de atrás. De hecho, considero que buena parte de los temas que desarrollamos como escritores están pactados en nuestra adolescencia. Y lo único que haces luego es añadir epílogos o anexos a esas primeras obsesiones.

En la misma novela, uno de los personajes dice: “¿creés que esto es una novela de ensayo ficción? Es así como las llamás, ¿no? Igual te salió bien con Benjamin o con la historia de tu abuelo, pero este lenguaje es distinto.” Pareciera que, en cierto modo, dudaras acerca de la manera en que hasta el momento has estado escribiendo novelas. Quizá sea el momento de cambiar.

Yo no sé ahora hacia dónde va a ir mi escritura, lo que sí sé es que hay una… Para mí, la escritura consiste en tener algo que decir y encontrar la mejor manera de decirlo. No creo que consista en mucho más. A partir de ahí, que tus libros se parezcan más, que sean radicalmente distintos o que los unos sean continuación de los otros, en el fondo me da igual. Mi compromiso es dar el mejor libro que en ese momento esté dispuesto a escribir. No hablo de acomodarse en una zona de confort, pero tampoco de jugar a ser rupturistas con lo anterior. Es verdad que hay formas que quizás se agoten, que me valieron para narrar las últimas horas de Benjamin o los viajes de mi abuelo o esa personalidad difusa de Damián/Darío Galicia, y ahora tenga que buscar otra estructura, otro tono, otra voz ligeramente distinta, pero no tanto por un afán rupturista, sino como motivación, porque repetir el mismo patrón te acaba por no seducir como escritor.

Álex Chico

Empezaste publicando poesía y después te pasaste a la novela. ¿Estaba en ti esa idea, que viene desde el siglo XIX, de que la novela es el género hegemónico, de que parece que es necesario escribir novela para ser considerado escritor?  

El prestigio de la novela sigue existiendo. Que eso fuera lo que a mí me condujera a la novela, no lo sé, no tengo ni idea. Yo lo que quería era ser escritor y en el fondo me daba un poco igual con qué género. Ahora, lo que sí que es verdad es que para que a un poeta se le conozca tiene que tener una trayectoria, una carrera, una obra muy dilatada, muy notoria, mientras que un novelista no necesita tanto para ser reconocido. Un novelista puede sacar su primera novela y ser muy conocido, y eso es raro que suceda con un poeta. En mi caso no influyó esa hegemonía de la novela, o inconscientemente tal vez sí. A lo mejor pensaba que ese era el camino para ser escritor. 

En tu poesía se perciben ecos de Cavafis, en versos como: “Cuando llegues allí por primera vez / sabrás que, en realidad, tan solo has regresado”; o de Pessoa, cuando dices: “La vida no basta, / como no basta una ciudad. / Conviene buscar ese lugar, / casi remoto, / donde parezca que se ha empezado de nuevo.” ¿Te reconoces en esos autores? ¿Cuáles son tus referentes literarios, tus autores de cabecera, aquellos que te impulsaron a escribir?

Yo, todo lo que empecé leyendo, fue poesía. El gusto por la novela llegó más tarde. Con quince, dieciséis o diecisiete años, yo devoraba poesía. Ezra Pound, autores del barroco, del 27, lo que fuera. Tú has mencionado a Cavafis, y es cierto que esa cosmovisión del mundo que me dio, de la ciudad, de la búsqueda, del regreso, de que la ciudad va en ti siempre, forma parte de mí por completo. Luego llegó Pessoa, y esa duplicidad, esa multiplicidad de seres, de visiones albergados en una sola persona me impactaron muchísimo. Me impactaron también mucho los poetas españoles del 50 y el 60. No solo los más conocidos, como Gil de Biedma, Ángel González, Valente o Caballero Bonald, sino los que no eran tan conocidos por aquel entonces, como Antonio Gamoneda o César Simón. Y luego, también he sentido mucha filiación por la poesía extremeña. Te hablo de autores como Álvaro Valverde, Ángel Campos Pámpano o Basilio Sánchez, por ejemplo. Y esa fue un poco mi educación poética, mis primeras lecturas. 

¿Y en narrativa?

En narrativa me interesó mucho al principio Paul Auster. Esa cosa suya del azar y la narratividad me alucinaba, me dejaba boquiabierto. Pero si yo tuviera que quedarme ahora con dos escritores que me han obsesionado y me han marcado de verdad, serían Patrick Modiano y W.G.Sebald. Son autores a los que vuelvo con frecuencia y que siempre me inspiran mucho. Pero, ojo, hay también que ver de dónde viene uno y por qué llega a Modiano y a Sebald, es decir, que a lo mejor llegué a ellos porque antes había leído a Paul Auster, a Borges, a Onetti, a Cortázar o a Bolaño. 

Has citado como referentes a algunos autores extremeños. ¿Qué te parece la veta popular, como Gabriel y Galán y el resto de poetas del castúo? 

No me interesan gran cosa. Como extremeño he leído a Gabriel y Galán, a Luis Chamizo, a los poetas del castúo, etc., pero nunca he conectado con ese mundo, nunca. Ni en el lenguaje, ni en los a prioris, ni en la forma, ni en el contenido. Para mí el verdadero escritor de la familia Gabriel y Galán fue el nieto, José Antonio Gabriel y Galán, que fue un poeta y novelista muy interesante, y un agitador cultural realmente valioso, aunque lamentablemente muy poco conocido. Con esto quiero decir que para mí la literatura extremeña no está en el abuelo, sino en el nieto. No está en esa cosa folclórica, popular, en el castúo, sino en lo otro, en el nieto, en el tipo cuya obra puede ser analizada como una obra del existencialismo, al nivel de cualquier existencialista francés de los años 50. 

¿Cuál es tu visión entonces acerca del actual auge de las literaturas autonómicas?

De entrada, no me parece mal ese auge. Porque cerca tuyo, si estás en Extremadura, en algún pueblecito de Cáceres o de Badajoz, puede haber escritores que estén haciendo cosas muy interesantes, pero que como no viven en esos centros de poder editorial, no han trascendido ni se les tiene en cuenta. Por lo que la propuesta educativa de introducir las literaturas autonómicas permite al alumno acceder a estos escritores o escritoras de su región. Ahora, si se queda en algo meramente folclórico o de reivindicación nacional, entonces no sirve para nada. Porque claro, la cara de gilipollas que se te queda teniendo que estudiar un año entero a Gabriel y Galán en lugar de estudiar a Kafka… Eso en cuanto a la literatura extremeña o manchega o cántabra o canaria, o la que sea.

El caso de Cataluña es más complejo. Habría que definir, para empezar, qué es la literatura catalana. Cuando en la feria de Frankfurt invitaron hace unos años a la literatura catalana, ¿a qué se referían? ¿A autores que viven en Cataluña, a autores que escriben en catalán, a autores que han nacido en Cataluña, a autores que a lo mejor han pasado toda su vida en Murcia pero escriben en catalán y ya son más catalanes que otros que han vivido toda su vida en Barcelona pero escriben en castellano? Eso es algo que no tienen solucionado ni los de un lado ni los de otro. Es decir, o empezamos a entender que la literatura catalana escrita en catalán también forma parte de la literatura española, y los otros empiezan a entender que la literatura en castellano que se escribe en Cataluña también forma parte de la literatura catalana o vamos a seguir en una especie de bucle bastante negativo.

La literatura española sí que es verdad que de un tiempo a esta parte ha hecho un esfuerzo por incorporar o poner en valor a determinados autores en catalán. Ahí está el caso de Joan Margarit, por ejemplo, y también ha sucedido un poco con la poesía gallega. Pero aún así yo creo que la literatura y la cultura española no tienen del todo asumida a la cultura catalana. Muchos españoles no la ven como un patrimonio nacional, no consideran que también la cultura catalana pueda ser una parte de la cultura española. Y la rechazan porque hablan en otro idioma. 

¿Y a la inversa ocurre también?

Claro que ocurre. Es infinitamente más sencillo que te hagan caso aquí, en Cataluña, si escribes en catalán. Para que a un autor catalán que escribe en español lo entrevisten en un medio público catalán, tiene que ser muy conocido, como Javier Cercas o Eduardo Mendoza. Yo, por ejemplo, soy una persona que lleva más de veinte años en Barcelona, y mis tres últimos libros han salido en Candaya, que es una editorial catalana. Por si fuera poco, en los tres hablo de Cataluña, de Barcelona, y sin embargo, me han hecho entrevistas en periódicos de Asturias, de Aragón, de Canarias o de Andalucía, pero nunca en ninguno de Cataluña. No quiero sonar quejica, pero de verdad, es una cosa que también la percibo con otros amigos escritores. Hay muchos buenos poetas barceloneses en castellano que tienen la sensación de que viven en una especie de doble periferia. En España no terminan de contar con ellos porque piensan que aquí ya hay literatura catalana, y aquí tampoco terminan de contar con ellos porque no escriben en catalán. 

Es un poco lo que sucede en Los cuerpos partidos, libro en el que llegas a decir que el fenómeno de la emigración puede suceder dentro del territorio nacional, dentro de tu propio territorio. 

Claro, y ese desplazamiento a veces uno lo sufre más. Como cuando a veces decimos que la peor soledad es aquella en la que te encuentras solo pero rodeado de gente. Pues desde el punto de vista geográfico ocurre algo similar: tu escenario puede no ser el de un expatriado, el de un emigrado, sin embargo te sigues sintiendo desplazado. Es lógico sentirse desplazado si te ves forzado a estar en un pueblo entre Francia y Bélgica, o vives en Suiza y nunca antes habías salido de tu pueblo de la Vega de Granada. Pero, seguir sintiéndote desplazado, seguir teniendo esa sensación de regreso imposible cuando vuelves a tu lugar de origen, es devastador, y te deja sin respuestas, perdido.

Hay un par de versos tuyos ya antiguos que me llaman la atención porque tienen algo de demiúrgico por parte del poeta. Dicen: “Varías tu posición y con ese movimiento logras habitar cualquier lugar del mundo” y “sujetar el fuego y estar, como él, en todas partes”. 

Son versos que en el fondo hacen referencia a un espacio al que yo le doy mucha importancia, que es el escritorio, el lugar donde uno escribe. Hay gente que no le da tanta importancia, que puede escribir en cualquier parte o que no tienen un lugar fijo para escribir. A mí, sin embargo, en términos creativos, ese espacio siempre me ha interesado siempre muchísimo. Me fascina sobremanera la idea de que el escritorio, que es un espacio mínimo, pueda convocar cualquier lugar del planeta. Me parece muy interesante que uno sea capaz de hacer, de su pequeño lugar en el mundo, una especie de aleph o de crisol que convoque todas las voces del mundo.  

¿Tiene eso que ver con la concepción de la literatura que aparece en Los nombres impares, cuando dices: “La idea de Damián en torno a la escritura (…) estaba basada en la acción”, o con la cita que introduces de José Vicente Anaya: “no estar inventando que haces el amor, sino hacerlo realmente en el poema”?

Sí, sin duda hay una tensión entre los versos que citabas antes y Los nombres impares, que consiste en que a algunos nos basta con ficcionalizar o lanzar hipótesis desde un escritorio, y a otros no les es suficiente ese tipo de escritura. Para mí, el escritorio, aparte de ser el lugar donde más tiempo paso en mi vida, es un universo. La pregunta es si ese aislamiento que uno padece en su escritorio te permite acceder a todos los rincones del mundo o bien hay que dar un paso más, como hizo Raúl Zurita, Darío Galicia, Damián Gallego, Piel Divina o toda esa literatura más performática. Es decir, ¿es suficiente escribir versos desde un escritorio y lanzar hipótesis y conjeturas mirando a las paredes de tu cuarto o hace falta coger un avión, como hizo Zurita, y escribir esos versos en humo blanco sobre el cielo de Nueva York? 

Más entrevistas a escritores y escritoras en nuestra sección de Literatura.