Por Santiago Úbeda
España, años 80. El despertar de un país que ha vivido casi cuarenta años en dictadura y que quiere divertirse. La movida madrileña, todos esos grupos que no paran de salir en la tele: Alaska y Dinarama, Radio Futura o Gabinete Caligari… El rock urbano: Asfalto, Los Suaves, Leño… Y cómo no, la facción más punk y barriobajera, encarnada por bandas como Parálisis Permanente o La Banda Trapera del Río. Todos ellos son la superficie. Los espermatozoides que lograron fecundar sus óvulos.
A sus pies, nos encontramos los restos de las miles de bandas que se quedaron por el camino. Bandas que llegaron a telonear o compartir escenario con algunos de los grupos citados, pero a las que diversas circunstancias (egos, drogas, falta de medios y apoyos) y la propia selección natural acabaron finiquitando sus ambiciones.
Para conocer algo más esa parte recóndita de aquella época, la cara B de la cara B, entrevistamos a Enrique Mercado —poeta, novelista y cantante—, cuyo Diario de un Rockero Suburbial (La Tentación de mi Niña, 2021) narra las andanzas de un joven que vive y hace música en la periferia sur del Madrid de los 80, con el anhelo de triunfar en el panorama del heavy metal nacional.
Tu novela abarca un período de tiempo que va de 1985 a 1987. ¿Por qué más de 30 años después te decides a escribir Diario de un Rockero Suburbial? ¿Qué es lo que sucede para que te pongas manos a la obra?
El último grupo con el que toqué, después de Emboscada y Vértigo, fue Meiga, donde era el cantante solista, y que se deshizo en febrero de 1988. Con la pandemia, empecé a hablar con viejos amigos y me acabé reencontrando con los miembros del grupo. Y todos estábamos de acuerdo en que era una pena que al final no hubiésemos grabado ningún disco. Así que nos propusimos enmendarlo, y treinta y dos años después grabamos nuestro primer LP. Al estar en contacto con todos estos compañeros, de alguna manera, reviví esos años y me di cuenta de que había sido incapaz de escribir sobre aquellos recuerdos, quizá porque los tenía demasiado cerca y demasiado mitificados.
¿Crees que habría mucha diferencia entre el libro que hubieses escrito entonces y el libro que has escrito ahora?
Durante todos estos años, mi cabeza estaba llena de recuerdos del tipo “qué maravilloso era cuando subía al escenario y las luces me deslumbraban y tenía al público a mis pies”, pero no tenía una visión objetiva y realmente no hubiera sido interesante lo que podía haber contado. Han tenido que pasar todos estos años para percatarme de que en la historia que podía escribir había un retrato generacional de lo que yo llamo la cara B de la movida madrileña. Miles y miles de jóvenes del baby boom, sobre todo en los suburbios de Madrid, haciendo rock, con una cultura que se extendía más allá de la música y que tenía que ver con una actitud vital, con ser un poco salvaje. Y me di cuenta de que eso no lo había contado nadie.
¿Y por qué crees que ha sido así?
Más que nada porque no hay muchos escritores de mi edad que vivieran en esa zona y en esa época. La movida madrileña oficial lo ha acaparado todo. Y bueno, aparte del retrato generacional, también me propuse hablar de algo muy bonito, que es la primera juventud, cuando a través del rock descubres tu propia vida, el amor, el sexo, todo en definitiva.
En tu novela hablas de Legarock. Cuéntanos un poco cómo era el ambiente rockero de Leganés y en general de la zona sur de Madrid en los años 80. ¿Os quedaba muy lejos la movida madrileña, con sus grupos hiper promocionados que salían por la tele y ganaban mucha pasta?
El Legarock, organizado por la Coordinadora de Rock de la Zona Sur y por el periodista José Luis Manso, fue una cosa espectacular. Ahí tocaron todos los grupos de la movida, como Nacha Pop, Golpes Bajos, Alaska y Dinarama, pero también otros grupos más relacionados con el rock como La Polla Records, Medina Azahara, Barón Rojo, Obús, Leño o Bloque. El Legarock fue muy democrático en ese sentido. Lo que ocurre es que la escena rock y heavy metal en Madrid también estaba copada, de la misma manera que la escena pop o la movida propiamente dicha, por unos pocos grupos y no se daba mucha salida a la multitud de grupos de jóvenes que había. Por eso yo siempre voy a reconocer la generosidad de Asfalto, de Julio Castejón o también el buen rollo que tuve el día que estuvimos tocando con Los Suaves. Porque la verdad es que fueron los únicos que se acercaron a unos aspirantes como nosotros.
Y eso lo reflejas en el libro.
He tratado de sacar todo lo que se hacía al margen de la movida madrileña oficial, cómo se formaban los grupos en la zona sur de Madrid, sus inquietudes, qué tipo de sonido se buscaba. Y también hago una crítica al hecho de que el rock and roll lo tuvieran bajo su dominio una serie de locutores de radio que organizaban concursos que estaban amañados, unos concursos en los que siempre ganaban los que ellos querían que ganasen, lo que produjo que muchos grupos desaparecieran.
En la novela afirmas categóricamente que tanto en el Primer Trofeo Rock de la Discoteca Argentina, como luego en el Villa de Madrid, hubo pucherazo, que esos premios estaban dados de antemano.
Lo que vengo a decir es que en el rock de aquellos años, que parecía tan auténtico, también había que ser un lameculos, lucir el palmito y ser un “pringao”. Y esa es la crítica.
El protagonista de Diario de un Rockero Suburbial es un chaval de dieciocho años que al principio cree que el rock es el territorio de la autenticidad, pero poco a poco se va dando cuenta de que “está lleno de hijos de puta”.
Esa frase para mí es un acto de justicia, porque fueron cortándoles las alas a los jóvenes que tenían ganas de hacer cosas y que podían haber tocado de teloneros de muchos grupos y no se hizo. El pastel se lo llevaron unos pocos, aunque la escena del rock and roll en los 80 fuera mucho más que esos pocos, y eso es lo que he querido reivindicar con este libro.

Una de los aspectos que llaman la atención es cómo es posible que te acuerdes o conserves las letras de tus primeras canciones con Emboscada o con Vértigo. Por ejemplo, hay una letra que transcribes íntegramente, que es “Doce treinta”, y que empieza por el verso “Estoy empezando a creer que la muerte existe”. Esa letra es sencillamente impresionante. Ahí está ya la ironía que va a caracterizar buena parte de tu obra literaria posterior. ¿Cuántos años tenías cuando la escribiste? ¿Tenías ya por entonces referentes literarios?
Sí, desde los quince años, antes de empezar con el rock, yo ya escribía compulsivamente. Sobre todo poesía y obras de teatro. Y tenía un grupúsculo de pseudointelectuales formado por Enrique Darriba, escritor y pintor, y el Chota, fotógrafo, psicólogo y especialista en Marilyn Monroe. Con ellos intercambiaba muchas lecturas. Leímos a todos los surrealistas, a los dadaístas, a los futuristas. Estábamos efervescentes con quince años, con lo cual tenía muchas referencias literarias y también mucha influencia de Ingmar Bergman. Y todas esas referencias literarias y cinematográficas se traslucen en las letras de las diferentes formaciones por las que fui pasando.
En la novela mencionas canciones cuyos títulos son divertidísimos: “Kunta Kinte”, “Dame un caramelo de menta” o “Toma vaselina”, que son canciones que cantabas en el patio del instituto.
En el instituto, sobre todo a partir de 2º BUP, me ponía en el porche a tocar mis canciones. Era el año 82. Yo entonces era muy punky y hoy esas canciones serían políticamente incorrectas. Pero hace poco contactó conmigo por medio de las redes una mujer que va y me dice: “oye, ¿tú no eras el que cantaba “Toma vaselina”?” (risas). Y siguiendo la coña le contesté: “Claro, ya verás qué fina te entrará la siguiente”. Eran canciones muy divertidas, en una línea entre Parálisis Permanente y Siniestro Total.
Ya con Meiga, tu última formación como músico de rock, compones “Perdedor”, de cuyo protagonista dices que es “un personaje casi sacado de 1984, de Orwell, que llega a casa tras haber fracasado en todo”. Parece que eres un buen lector de distopías.
Ray Bradbury es uno de mis escritores de cabecera, sobre todo Fahrenheit 451, cuyos paisajes yo siempre he pensado que se desarrollaban en Zarzaquemada, en mis paseos con Enrique Darriba y sobre todo en esa época, con la sensación que teníamos de que estábamos sometidos por tener que hacer la mili, estudiar, trabajar…
Aparte de tu madre, que incluso llega a comprarte tu primera guitarra eléctrica, hay otro personaje importante, Esther, la jefa de estudios del instituto María Zambrano de Leganés, donde tú estudiabas, que apoya incondicionalmente todos vuestros proyectos musicales: Emboscada, Vértigo, Meiga… Da la impresión de que el ambiente de aquellos institutos madrileños de los 80 era muy libre, muy estimulante.
El instituto María Zambrano de Leganés tenía una serie de profesores que estaban a la vanguardia. Por ejemplo, mi profesor de Filosofía era Antonio García-Santesmases, que luego fue el líder de Nueva Izquierda dentro del PSOE. Y lo cierto es que tanto él, como Esther y como otros profesores eran muy abiertos y nos apoyaban de manera incondicional. Yo era ese tipo de adolescente que en un momento dado se niega a estudiar, pero en los exámenes ponía mi propio punto de vista y muchas veces aprobaba. Estoy seguro de que ellos comprendían mi rebeldía, la conflictividad que tenía derivada de la muerte de mi padre o del hecho de que no quisiera hacer la mili. Además, en ese instituto trajeron a muchos de los intelectuales de la época: a Aranguren, a Buero Vallejo, a García Calvo, a Luis Alberto de Cuenca. Aquello era un lujazo y a muchos de nosotros nos influyó significativamente a la hora de interesarnos por la Filosofía o la Literatura.
La novela tiene muchos pasajes descacharrantes. Con tu primera banda, Asalto, en la que tocabas el bajo, ensayabáis en la terraza de Blas, el batería, y Mariano, el vocalista, encaramado a la barandilla y dirigiéndose a los viandantes grita “¡Ponte las pilas! ¡Póntelas!” ¿Te imaginas esta escena hoy en día en cualquier terraza de cualquier piso de la capital o del extrarradio madrileño?
No me lo imagino en absoluto. Ahora hay muchísimo más control. En las redes parece que hay una cierta libertad, pero que no es tal. Y luego en el mundo exterior hay un control invisible que es alucinante. Y lo mejor de todo es que hay vecinos que se convierten en denunciantes, en colaboradores de la policía.
En algún momento de la novela dices que “tu ídolo de siempre” era John Lennon. Yo lo relaciono con el Lennon del “Working Class Hero”, pues en una de vuestras actuaciones tú le dices al público: “Aquí está Emboscada para ponerle voz a los barrios pobres”. Y también está la canción “Sueños”, que recuerda también a ese Lennon.
Sí, yo siempre he sido muy consciente de mi clase social y siempre me he sentido orgulloso de pertenecer a la clase obrera. Gracias al libro he recuperado el contacto con muchos amigos de aquella época, algunos de los cuales aparecen en la novela. Muchos de ellos pasaron por el instituto María Zambrano y ahora tienen trabajos muy cualificados, de gran responsabilidad. La mía empezó a ser una época en que la gente, a pesar de crecer en un barrio obrero, conseguía prosperar. Y eso es un lujazo. Pero no por ello te olvidas de que perteneces a esa clase obrera y por eso yo siempre he sido seguidor del Lennon que vive en un barrio obrero y que su madre ha muerto, que vive con su tía que le dice que va a tirar a la basura sus poemas, y que siendo muy joven se va a Hamburgo a tocar horas y horas sobre un escenario, sacando toda su rabia.

Únicamente hacia el final de la novela aparece la heroína, cuando descubrís a Paco, el último batería de Vértigo, pinchándose en los camerinos. Pareciera que pasas por el caballo como de puntillas. ¿Se consumía mucha heroína entre los grupos de la zona?
Hay otra mención anterior, cuando Miqui me pone ahí cuatro rayas de cocaína y yo siento recelo, pero él me dice “que no es heroína, tío”. Y yo insisto, “¿pero sabes lo que ha pasado en el barrio, tío, que ha muerto mucha gente?”. De la heroína hablo poco porque entre los miembros de mi grupo lo máximo que nos metíamos era cerveza y algún porro. Ni siquiera cocaína, entre otras cosas porque no había pasta y era muy cara. Y también es que en el año 87, que es cuando pasa lo de Paco, la gente ya tenía más información y daba muy mal rollo estar en un grupo con alguien que se pinchara, porque no estaba centrado en sacar adelante las canciones y además los yonquis son muy mentirosos y hacen cualquier cosa para conseguir su dosis. Aun así, he de decir que se consumía mucha heroína en el ambiente del rock urbano de los años 80. En Leganés yo conocía a todos los grupos de rock y de repente estábamos en un pub, se iban al baño y volvían contentos porque se habían metido un pico.
Una escena que se repite es la del calor del público, la del subidón del escenario. ¿Son equiparables el escenario, con tu grupo, el público, y la soledad del escritor?
Tocar encima de un escenario es un subidón de adrenalina, es algo físico, como si te elevaras y alcanzaras la estratosfera. Es una comunión directa con el público. Y la Literatura es una comunión contigo mismo, con lo mejor de ti. Pero escribiendo hay momentos de éxtasis absoluto. A veces te quedas como en un limbo, en el que te encuentras de la hostia, y luego cuando vuelves, estás de nuevo en la realidad, pero preguntándote “joder, dónde he estado, este planeta no existía”. Eso es brutal. Los escritores tenemos esa suerte. Tocar sobre un escenario yo lo veo más como estar participando en algo ritual, en un ritual con la tribu.
Al final de Meiga, llegáis a grabar una maqueta, os entrevistan en el Pirata, en el Disco Cross de Mariano García. Da la impresión de que rozasteis el éxito. ¿Qué sucedió? ¿Por qué se fue todo al garete?
Lo que ocurrió es que a pesar del entusiasmo del público en los conciertos del Instituto María Zambrano y del entonces Instituto de Formación Profesional de Leganés y de grabar una maqueta, no conseguíamos mánager. Después de todos los ensayos y de tantas canciones que fuimos componiendo, no salía nada, y ya la puntilla fue cometer el error de participar en otro concurso, que era algo que sabíamos que no funcionaba porque estaban dados de antemano. Obviamente perdimos y nos quedamos hechos polvo. Esa decepción nos llevó a dejarlo.
La novela está escrita en forma de diario pero no tiene una estructura lineal. Háblanos un poco de esa estructura, del uso del presente, de la técnica en general.
Escribirlo en forma de diario fue solo un punto de partida, pero realmente la novela está basada en todos y cada uno de los conciertos que yo di con esas bandas, con sus fechas exactas. Y en cuanto a lo de narrar en presente, es obvio que yo estoy escribiendo desde este momento actual, pero quiero dar la sensación de que estoy en los 80, si bien es cierto que he dejado un par de detalles por ahí que son contradictorios, aunque es posible que mucha gente no se dé ni cuenta.
La prosa es muy ágil, muy rápida, no obstante hay un gusto por el paisaje, por los paisajes castellanos, planos y pelados, y el extrarradio madrileño, principalmente.
Sí, es una constante en mi obra. El paisaje periférico es el que me ha conformado como poeta. Yo encontré mi voz poética en los descampados que separaban Zarzaquemada (Leganés) del polígono industrial. Para mí, en esos espacios hay una belleza casi futurista, hay algo ascético.

¿A qué tipo de lector va dirigida Diarios de un Rockero Suburbial?
Cuando empecé a escribir el libro pensaba que me dirigía a toda esa gente que había vivido en los años 80 en Madrid o en el extrarradio de Madrid o de cualquier otra ciudad industrial. Ese es un lector objetivo. Pero también, como es una “novela de aprendizaje” en la que el personaje al principio es virgen e inexperto y empieza a descubrir el sexo, el amor, la vida, los varapalos de la realidad, creo que puede tener también bastantes lectores jóvenes.
Además, hay muchísimas escenas eróticas, que pueden enganchar a ese tipo de lector. Son escenas muy bien escritas, muy erotizantes incluso.
Sí, yo de hecho, cuando las estaba escribiendo, me decía “joder, soy un viejo verde, pero me lo estoy pasando pipa” (risas)
¿Eso quiere decir que tú, en general, te lo pasas bien cuando escribes o sufres, como les ocurre a algunos escritores?
Conseguir el tono, conseguir un esfuerzo sostenido en el tiempo, sobre todo en novela, es doloroso, costoso, incluso tedioso. Es como luchar con una materia, con un barro bastante denso. Pero una vez que entras en harina, estás deseando volver a retomarlo donde lo dejaste el día anterior para meterte en esa atmósfera única y alucinante.
¿En qué momento decidiste que querías ser escritor?
Lo primero que me llamó la atención fue la escritura. Pero la Literatura es un mundo más cerrado y yo quería conocer gente, sobre todo chicas, y a través del rock, que es mucho más descarado y vitalista, empecé a salir de la burbuja del escritor. Y cuando montamos Vértigo y en tan poco tiempo llegamos a tocar ante miles de personas, fue alucinante. Pero cuando el grupo se separó en el 88, volví a la escritura. En ese mismo año escribí un relato y gané el premio de narrativa de Leganés, lo que me conectó con los escritores del municipio. Con ellos formé el Colectivo Literario Leopoldo María Panero. Desde ese momento me entregué por completo a la Literatura. Y ahí sigo desde entonces. Con más o menos altibajos. He tenido que trabajar en otras cosas, como todo el mundo, pero nunca he dejado la escritura. Lo que pasa es que el rock te saca toda la energía que llevas dentro y entonces te dices “¿por qué no volver a tocar?”. Ser escritor está muy bien, pero la figura del escritor está un poco anclada en el pasado, mientras que en el rock estás más en el presente.
¿Qué es más difícil, triunfar en el mundo del rock o en la literatura?
La cuestión es qué es realmente el éxito. Para mí el éxito en la música sería sacar un disco todos los años, girar y poder vivir de la música, de tu pasión. Ese era el triunfo que buscábamos realmente. Porque lo de tener una piscina gigante y tirarte a tres mil tías, como los Mötley Crüe, ya nos parecía una gilipollez cuando éramos unos críos. Y con la escritura sería un poco lo mismo. Hay autores que sacan un libro cada cierto tiempo y empiezan a girar con él, a hacer presentaciones y a dar conferencias. Y en cierto modo, viven de los libros, aunque de esos hay cuatro en este país. Luego están los que escriben bestsellers, pero a mí eso no me interesa. En verdad no es fácil vivir de la música ni de la literatura.
En uno de tus estados de Facebook dices: “A veces tengo la sensación de que el pasado viene a nosotros para que volvamos a la encrucijada desde la que elegimos la opción incorrecta. ¿Existen las segundas oportunidades?” ¿Tiene que ver todo esto con tu carrera musical y literaria? ¿Hubo algo que debisteis hacer como Vértigo o como Meiga, o después tú, como escritor, y que no hicisteis?
Efectivamente, la escritura de Diario de un Rockero Suburbial me ha llevado de nuevo a ese periodo de mi vida. Sin embargo, mi experiencia ahora me dice que no hay segundas oportunidades. Vuelves a ese momento del pasado y te dices “no, es que no hay nada correcto ni incorrecto”. Eso en su momento no salió porque había unas circunstancias muy claras y a veces no depende de ti que una cosa suceda o no, y forzarla artificialmente desde el presente no tiene sentido.
Al hilo de los estados de Facebook, eres muy activo en las redes sociales y publicas estados cada día o cada muy poco tiempo. ¿Qué te permiten las redes sociales, a qué se debe esa presencia permanente?
Sinceramente, para mí son una vía de escape. Por otro lado, también me han servido para que mi obra se conozca, porque siempre, de una u otra manera, cito mis libros, y hay gente muy maja que me los ha comprado. Las redes tienen esa parte buena que es conectarte con los demás.
Como poeta y narrador que eres, ¿qué diferencia la creación poética de la narrativa?
Para mí la poesía ha sido siempre un estado. No lo llames místico porque la gente va a pensar que soy religioso, pero sí de cierta conexión con algo tuyo. Ahora, eso sí, hasta que no encuentras el recipiente formal, no sale. Es decir, al final es la forma la que determina que eso que está dentro de ti se convierta en libro. Por ejemplo, am/pm es un libro que empieza con una primera parte que se titula “Esbozos” y que es como cuando te pones con la guitarra y quieres componer, y empiezas a hacer escalas, variaciones… Esos poemas iniciales son esos toques de guitarra. Lo que ocurre es que en lugar de notas, manejo palabras. Pero de repente, esos “Esbozos” dan lugar a un poema-río casi hiperrealista. Ese libro lo hice de esa manera. Sin embargo, al de Trenes que no pasan de Magritte lo llamo poemario-diario porque justamente cuando la crisis del 2008 yo también tuve una crisis existencial y personal muy grande. Y me dije: “esta vez el hilo va a ser hacer un poema al día”. Es el más raro de mis libros en el sentido de que no es unitario, de que no es un libro-bloque o un libro-poema, aunque al final sea de los libros más coherentes porque empieza con la muerte de mi madre y luego aparecen el amor y la paternidad. Es un libro que va de la vida a la muerte y de la muerte a la resurrección y por tanto a la vida. En cuanto a mi faceta de narrador, yo empecé escribiendo cuentos. Escribía montones de cuentos, tenía mucha facilidad. Y de hecho mi primera novela era una especie de novela bizantina, porque había muchos cuentos que iban hilvanando la historia. Sin embargo, no fue hasta La feria cuando me convierto completamente en novelista.
Ya para finalizar, ¿qué le dirías a un joven de veinte años que esté empezando con esto del rock and roll o de la literatura?
Que ante todo viva, que se lo pase de la hostia, pero que escriba, porque las dos cosas unidas son la mejor medicina para ser feliz. Vivir y experimentar pero a la vez leer y escribir, esa creo que es la fórmula perfecta. Además la Literatura te permite salir de los medios adocenados, que siempre están sujetos a ideologías y a presiones. Yo veo mucha libertad en el tema de los libros y sigo viéndola todavía, gracias a que hay muchas editoriales independientes, como La Tentación de mi Niña, que sacan de todo, lo cual es súper positivo.