Por Dimas Ortiz
En los comienzos de su carrera, cuando no gastaba más de dos asaltos en acomodar a sus adversarios en la lona, Mike Tyson se descolgó con una declaración cargada de poderío y chulería, tan solo a la altura de su menda, la madre naturaleza o el mismísimo Dios en persona: “Todo el mundo tiene un plan, hasta que le calzo la primera hostia”. ¡Amén! Una frase redonda. En forma, por su armonía y contundencia. Y en contenido, porque se trataba de una verdad como un piano. Hasta que llegó Peter Hurricane McNeeley.
McNeeley, de ascendencia irlandesa e hijo y nieto de boxeadores, era un peso pesado lento y corto de técnica, pero buen encajador, con un palmarés de 36 victorias —30 por KO— y una única derrota. Una marca de un aspirante a cinturón, que, sin embargo, se debía más al buen ojo de su entrenador Vinnie Vecchionne para emparejarle con rivales asequibles que a sus dotes sobre el cuadrilátero.
Aun así, cuando Don King quiso organizar el regreso a los rings de Tyson tras su estancia en la cárcel y todos los púgiles del momento se ponían de perfil, barruntándose que el de Brooklyn saldría con ganas de despedazar al primero que le pusieran por delante, Peter McNeeley fue el único con agallas para aceptar el desafío.

Mike Tyson vs Peter Hurricane McNeeley
El combate tuvo lugar en las Vegas el 19 de agosto de 1995, fue retransmitido en directo por la HBO para millones de personas y apenas duró 90 segundos. Si ven el video, no se pierdan la presentación de Peter Hurricane McNeeley.
Primero aparece calentando de espaldas. Un maromo de 1.89 de estatura, 101 kilos, piel láctea, hombros triangulares y complexión fofisana. Todo un Danny Boy criado en los arrabales de Boston, donde no recibías más respeto que el que tus puños te podían proveer. Pero en cuanto se gira a cámara, su imagen nos golpea el hipotálamo y nuestro instinto de supervivencia se eriza ante el peligro, a la par que, inexplicablemente, una sonrisa desconfiada nos asoma en los labios. Párpados entrecerrados, narizota torcida, boca abierta abesugada, quijada de caballo y gesto ovejuno. Uno no sabe si acojonarse o descojonarse.
Suena la campana. Peter Hurricane McNeeley se abalanza sobre Tyson y lo arrincona contra las cuerdas. Porque ese es su plan: asediar a Iron Mike como nunca antes nadie se había atrevido a hacerlo. No han pasado ni cinco segundos cuando Tyson le calza la primera hostia, un potente gancho de derecha que recorre de puño a codo el careto de Hurricane y lo tumba de culo en la lona. Para sorpresa de asistentes y telespectadores, el irlandés se incorpora al momento de un salto y empieza a corretear jovialmente por el ring. No pasa nada, ha sido un pequeño accidente, parece querer decirnos con su trote infantil. McNeeley ha encajado la primera hostia, sí, pero su plan sigue inalterable.

Peter McNeeley sigue a lo suyo
El arbitro reanuda el combate, y McNeeley vuelve a arremeter contra Tyson y encajonarle en una esquina. Un aficionado al boxeo podría pensar que lo está poniendo en apuros. Un entendido sabe que Hurricane está encajando 3 de cada 4 golpes y que si todavía sigue en pie es porque, tras cuatro años entre rejas, a Tyson le da pena que el combate acabe tan pronto. Pero al minuto y diez segundos, al de Brooklyn se le acaba la paciencia. Dos ganchos de izquierda y un uppercut de derecha directo al mentón, y McNeeley se reencuentra con la lona.
Entonces ocurre algo sorprendente. Una vez más, el irlandés se pone raudo en pie. Sin embargo, algo ha cambiado. Por primera vez en toda la velada, su mirada transmite un ligero entendimiento de las circunstancias. No inteligencia, pero sí un cierto grado de comprensión, como si el último golpe le hubiese recolocado las estanterías del cerebro. Ya está, podrían pensar ustedes. Ya se ha dado cuenta. No ha sido a la primera, pero sí a la segunda. Al fin y al cabo, todos sabemos que por mucho que nos empeñemos en algo, si Dios, la madre naturaleza o Mike Tyson tienen otras ideas al respecto, más nos vale resignarnos a sus designios.
Pero no. Todavía medio grogui y tambaleante, McNeeley encamina de nuevo sus pasos hacia Tyson, con la misma idea fija de arrinconarle contra las cuerdas, ya le acabe costando una grave secuela o la propia vida. Nadie lo comprende mejor en ese momento que Vinnie Vecchionne, su entrenador, quien, desafiando todas las reglas, salta al ring para sujetar a su pupilo. Peter Hurricane McNeeley, muy a su pesar, queda descalificado de inmediato.

El arco de transformación del personaje
¿Y por qué les contamos esto? Porque desde las primeras tragedias griegas —hace 2.500 años— hasta la actualidad, los grandes teóricos de la ficción no han dejado de dar la tabarra con la importancia del arco de transformación del personaje. El viaje interior y exterior que emprende el héroe desde el punto A para enfrentarse a cambios, necesidades, miedos, peligros, retos, batallas y revelaciones hasta terminar en el punto Z. Un arco de transformación que sustenta y da sentido a la narración, pero que en muchas ocasiones se sirve del proceso purificador que experimenta el protagonista para colarnos una visón pedagógica o moralizante de la vida.
Por esa razón, en la Hermandad Miznait preferimos las historias protagonizadas por los que llamamos personajes McNeeley. Kamikazes como Homer Simpson, Jimmy McNulty de The Wire, Paulie Gualtieri de Los Soprano, Michele Partino de Sentenza o el Dientes y el Gallego de Prótesis. Antihéroes a los que ni la primera, ni la segunda, ni la decimocuarta hostia les hace desistir de su plan original. Porque son como son porque no saben ser de otra manera. Porque su esencia precede a su existencia.
Por todo ello. Y porque, nos guste o no, los miznaits somos un poco bastante McNeeleys… ¡Alabado sea el Hermano Peter Hurricane McNeeley!